El micro se balanceaba creando un ambiente de tranquilidad. La gente dormía, o algunos miraban por la ventana, hundidos en sus pensamientos. La noche era fresca y estrellada y si uno ponía atención podía escuchar los sonidos del campo.
Todo eso me hacía preguntarme por qué estaba allí, en la ruta, volviendo a la ciudad. Lo que realmente quería y necesitaba estaba en esa noche fresca, y en esos sonidos.
Estaba cansada pero no quería dormir, no quería perderme el espectáculo de los árboles bailando a la par de la suave música que tarareaba sin pensar.
Agarré un libro que me había regalado mi abuela y comencé a leerlo. Resultó ser más interesante de lo que esperaba pero el cansancio me ganaba y mis ojos ya simplemente se deslizaban por las páginas y no leían una historia, leían sólo palabras.
Cerré el libro, ya no tenía sentido. Me dediqué a mirar por la ventana durante minutos, quizás horas. Era hermoso, casi podía sentir el aroma a tierra mojada y la brisa despeinando mi pelo. Estaba tan cerca de todo eso, y en un par de horas todo se habría desvanecido como si hubiera sido un sueño. Sólo un sueño.
Sentía una serenidad plena hasta que un movimiento me hizo despertar. Abrí los ojos y había una leve neblina en el aire y mucha gente a mí alrededor. Parecían preocupados, pero yo me sentía tranquila, por fin podía sentir la brisa en mi cara. Era real, todas las sensaciones eran reales.
La gente corría a mí alrededor y había luces de muchos colores y un calor comenzó a abrasarme. Por un momento sentí que me quemaba pero después me acostumbré y llegó a ser agradable. Y ahí estaba mi madre. Me miraba y parecía triste, lloraba. “No llores mamá, estoy justo donde quería estar”.
La brisa despeinó mi pelo una última vez, la melodía de los árboles danzantes me envolvió y finalmente pude sentir el aroma de la tierra mojada bajo mi cuerpo.